En momentos de crisis, como el reciente apagón masivo en España, la necesidad de socializar se vuelve crucial para nuestra resiliencia psicológica. La biología humana está diseñada para la cooperación y la conexión, lo que se traduce en una necesidad inherente de relacionarnos con otros. Matthew Lieberman, director del Laboratorio de Neurociencia Cognitiva de la Universidad de California en Los Ángeles, ha señalado que el cerebro humano es fundamentalmente social. Esta necesidad de conexión es tan vital como la de alimento o agua. Cuando interactuamos positivamente con otros, nuestro cerebro libera neurotransmisores como la oxitocina, dopamina y endorfinas, que son esenciales para reducir el estrés y mejorar nuestra salud física y mental.
El sistema de respuesta al estrés, regulado por el eje hipotalámico-pituitario-adrenal (HPA), muestra una notable sensibilidad a la presencia de otros. Estudios de neuroimagen han demostrado que las áreas del cerebro asociadas al miedo y la incertidumbre se calman cuando estamos acompañados. Sin embargo, a pesar de esta programación biológica, las crisis contemporáneas a menudo nos llevan al aislamiento. Una investigación realizada en siete países reveló que más de un tercio de los jóvenes presenta síntomas de ansiedad social, cifra que alcanza el 58% en Estados Unidos. La pandemia de COVID-19 exacerbó este fenómeno, con la Organización Mundial de la Salud reportando un aumento del 25% en los casos de ansiedad y depresión a nivel global.
La paradoja es clara: en los momentos en que más necesitamos conexión, tendemos a aislarnos, lo que agrava los efectos negativos de la crisis. La “intolerancia a la incertidumbre”, que es la dificultad para manejar la falta de control, aumenta la vulnerabilidad a trastornos de ansiedad. Por el contrario, socializar actúa como un poderoso amortiguador. Compartir experiencias normaliza las emociones, diversifica las perspectivas y facilita el acceso a información tranquilizadora. Por ejemplo, tras el tsunami de Japón en 2011, los supervivientes que contaban con un mayor apoyo social mostraron tasas significativamente menores de trastornos psicológicos, incluso cuando se controlaba el nivel de exposición al trauma.
Las interacciones sociales no tienen que ser siempre profundas para ser efectivas. Los “vínculos débiles”, que son interacciones breves con desconocidos, también tienen efectos positivos. Un estudio demostró que conversar con extraños en el transporte público puede mejorar el estado de ánimo, a pesar de las expectativas negativas iniciales. Estas pequeñas conexiones activan circuitos cerebrales de recompensa y contrarrestan directamente los efectos del estrés crónico.
En la era digital, la tecnología puede actuar como un puente o una barrera. Durante la pandemia, las videollamadas y los mensajes permitieron mantener vínculos, ofreciendo beneficios similares a las interacciones presenciales. Sin embargo, el uso excesivo de redes sociales se ha relacionado con mayores niveles de ansiedad social, especialmente entre los jóvenes. El problema surge cuando la comunicación digital sustituye, en lugar de complementar, las interacciones presenciales. Tras el confinamiento, muchos han experimentado “ansiedad de reentrada social”, lo que pone de manifiesto las limitaciones de los vínculos exclusivamente virtuales.
Para fortalecer nuestra resiliencia social en tiempos turbulentos, es recomendable adoptar estrategias que no solo mejoren el bienestar emocional, sino que también fortalezcan la salud física a través de mecanismos inmunológicos y antiinflamatorios. Priorizar interacciones presenciales seguras, establecer rutinas sociales regulares, valorar los vínculos débiles y participar en actividades comunitarias son algunas de las claves. También es importante compartir experiencias personales de manera gradual y limitar el consumo excesivo de noticias negativas.
Además, la gestión de crisis debe incluir políticas públicas que fortalezcan la cohesión social. Las campañas de comunicación deberían fomentar valores colectivos y el apoyo mutuo, mientras que las políticas de distanciamiento, como las implementadas durante la pandemia, deben contemplar alternativas seguras para la conexión social. En el ámbito educativo, promover competencias sociales y emocionales es esencial para preparar a las sociedades para ser más resilientes ante futuras crisis.
En un mundo de cambios constantes, invertir en relaciones sociales no es un lujo, sino una necesidad evolutiva y una medicina esencial. Desde charlas casuales hasta fuertes lazos comunitarios, cada interacción protege nuestra salud mental y física. La conexión humana es, sin duda, un pilar fundamental para enfrentar las adversidades de la vida.